jueves, 6 de marzo de 2008

Robert Walser




LA CARTA



Llevando en el bolsillo una carta que acababa de traerme el cartero y aún no me había atrevido a abrir, empecé a subir, con pasos circunspectos, hacia el bosque que coronaba la colina. El día parecía un gracioso príncipe vestido de azul. Todo alrededor gorjeaba, verdeaba, florecía y perfumaba. El mundo parecía haber sido creado sólo para la ternura, la amistad y el amor. El cielo azul se asemejaba a un ojo benigno, el tierno viento, a una caricia. El bosque tan pronto se hacía más denso y oscuro como volvía a clarear, y el verde era tan joven, tan dulce. De pronto me detuve en un camino limpio, amarillento, saqué la carta, rompí el sobre y leí lo siguiente:
«Aquélla que se siente obligada a decirle que su carta le causó más estupor que alegría, no desea que vuelva usted a escribirle; se asombra de que haya encontrado valor para acercársela tanto, y espera que esa especie de osadía, valentía e irreflexión no vuelvan a repetirse jamás. ¿Le ha dado acaso algún indicio que pudiese interpretarse como deseo de averiguar lo que usted siente por ella? No estando en absoluto interesada, los secretos de su corazón la dejan completamente fría; no tiene comprensión alguna por las efusiones de un amor que le es indiferente, por eso le ruega tenga a bien recapacitar en lo importante que sería para usted guardar una prudente distancia ante la remitente de esta carta. En las relaciones llamadas a permanecer exclusivamente dentro de los límites de la respetabilidad, cualquier pasionalismo habrá de estar, como usted mismo podrá ver, prohibido».
Doblé lentamente aquella carta de tan triste y desalentador contenido, y al hacerlo exclamé: «¡Qué buena, dulce y amable eres tú, naturaleza! ¡Qué bellos son tu tierra, tus praderas y tus bosques! ¡Dios del cielo, qué crueles son tus hombres!»
Estaba conmovido, y el bosque nunca me había parecido tan hermoso.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Me parece haberle visto



Me parece haberle visto, a Roberto Bolaño, entrando en un cine porno a ver las piruetas sexuales de Moana Pozzi, su actriz favorita.


Me parece haberle visto, por primera vez en la vida, en el bar Novo Blanes. Ahora, cuando ya todo lo vamos dejando atrás y ya casi nada importa, los recuerdos van y vienen con matices difuminados y cruzan avenidas de ambiguas sombras y ya nada es como creímos vivirlo y las dudas se agigantan frente a las certezas de antaño. Pero a mí me parece haberle visto por primera vez, a Bolaño, ese día en el que entró en el Novo con su mujer, Carolina, y el niño Lautarito con la sana idea – que llevaron a la práctica – de tomar unos refrescos a la hora del crepúsculo.


Me parece haberle visto en los días en que lustraba zapatos para un maniático, en los días en que fue todo un personaje de Robert Walser: mayordomo durante dos semanas en la Costa Brava.


Me parece haberle visto trabajando de vigilante nocturno de un camping a la espera de que algún día le llegara la oportunidad de vigilar espacios más atractivos. Un burdel, por ejemplo, y así poder ver realizado su viejo sueño sureño, faulkneriano.


Me parece haberle visto hablando conmigo. Cuando uno conversa con el escritor chileno de Blanes, un segundo puede a veces parecer un siglo en miniatura, pues tal es la intensidad que revisten algunas charlas con el autor de Llamadas telefónicas.


Me parece haberle visto el jueves pasado en Barcelona presentando Llamadas telefónicas, mientras yo pensaba en Chile, el país que Bolaño abandonó cuando el golpe de estado de Pinochet, el dictador al que ahora la Telefónica española le ha pagado los últimos fastos. Podrían también pagarle las llamadas telefónicas a Bolaño, huido de un país que cuelga en las ventanas a su chusma, como si fueran banderas.


Me parece haberle visto, tras leer Llamadas telefónicas, como a un médico realmente muy original y distinguido que inventa una enfermedad nueva para cada uno de sus personajes, es decir, para cada uno de sus pacientes.


Me parece haberle visto en Santiago de Chile, en la calle Banderas esquina Ahumada, observando a ese mendigo que está siempre apostado allí y que se declaró nieto de León Tolstoi y que, refiriéndose a la esquina y a él mismo, proclama pidiendo limosna: "Miren donde me ha dejado la Revolución Rusa".


Me parece haberle visto en el Mordisco de Barcelona hablando con Angel Fernández, el dueño de Don Piso, y diciéndole: "¿Quién puede comprender mi terror mejor que usted?"


Me parece haberle visto parodiando a Joseph Conrad y diciendo en el restaurante Giardinetto: "Antes del Congo yo era sólo un animal".


Me parece haberle visto compadeciéndose de un ratón muerto y encontrado en un parque por el poeta portugués Mario Cesariny, un ratón cuya pequeña medida no humilla sino a aquellos que todo lo quieren inmenso y sólo saben pensar en términos de hombre o árbol.


Me parece haberle visto en un Moscú de droga y prostitución, mercado negro y alegría, amenazas y crímenes, acompañado de su amigo Pultakov, con el que se inició en el mundo de las apuestas deportivas.


Me parece haberle visto en Los Ángeles con Joanna Silvestri buscando el bungalow de un actor de cine porno ya casi muerto, el polvo del camino pegado a los pómulos.


Me parece haberle visto cara de satisfacción cuando terminó Llamadas telefónicas y pasó a dedicarse al buzón de voz grave de una novela de ochocientas páginas que acababa de terminar en estos días.


Me parece haberle visto nada perplejo cuando le dije que era el mejor escritor chileno actual.


Me parece haberle visto presentarse a todos los concursos regionales de cuentos, me parece haberle visto sonreír en Blanes, me parece haberle visto hablando con su amigo Sensini, me parece haberle visto en la Librería de Cristal, me parece haberle visto marcharse en silencio, me parece haberle visto, me parece.


Desde la Ciudad Nerviosa

Enrique Vila-Matas

(Página 96)